es una novela escrita por el español Miguel de Cervantes
Saavedra. Publicada su primera parte con el título de El
ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha a comienzos de 1605,
es una de las obras más destacadas de la literatura española y la literatura universal, y una de las más traducidas. En 1615 aparecería la
segunda parte del Quijote de Cervantes
con el título de El
ingenioso caballero don Quijote de la Mancha.
Don Quijote fue la primera obra genuinamente
desmitificadora de la tradición caballeresca y cortés, por el tratamiento burlesco
que da a la misma. Representa la primera obra literaria que se puede clasificar
como novela moderna y
también la primera novela polifónica,
y como tal, ejerció un influjo abrumador en toda la narrativa europea posterior.
En 2002, y a petición del Norwegian Book Club, se realizó una lista con las mejores obras literarias de la historia con las
votaciones de 100 grandes escritores de 54 nacionalidades distintas,
apareciendo las obras en estricto orden alfabético, para que no prevaleciese
ninguna obra sobre otra, con la única excepción de Don Quixote,
que encabezó la lista siendo citada como "el mejor trabajo literario jamás
escrito"2 . Es el libro más editado y traducido de la
Historia, sólo superado por La Biblia3
La novela consta de dos partes: la primera, El
ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, fue publicada en 1605;
la segunda, Segunda
parte del ingenioso caballero don
Quijote de la Mancha, en 1615.4
La primera parte se imprimió en Madrid, en casa de Juan de la
Cuesta, a finales de 1604. Salió a la venta en enero de 1605 con numerosas
erratas, por culpa de la celeridad que imponía el contrato de edición. Esta
edición se reimprimió en el mismo año y en el mismo taller, de forma que hay en
realidad dos ediciones de 1605 ligeramente distintas. Se sospecha, sin embargo,
que existió una novela más corta, que sería una de sus futuras Novelas ejemplares.
Fue divulgada o impresa con el título El ingenioso hidalgo de la Mancha. Esa
publicación se ha perdido, pero autores como Francisco López de
Úbeda o Lope de Vega, entre otros testimonios, aluden a la
fama de esta pieza. Tal vez circulaba manuscrita e, incluso, podría ser una
primera parte de 1604. También el toledano Ibrahim Taybilí, de nombre cristiano Juan Pérez y el
escritor morisco más conocido entre los establecidos en Túnez tras la
expulsión general de 1609-1612,
narró una visita en 1604 a una librería en Alcalá en donde adquirió las Epístolas
familiares y
el Relox
de Príncipes de Fray Antonio de
Guevara y
la Historia
imperial y cesárea de Pedro Mexía. En ese mismo pasaje se burla de los libros de
caballerías de
moda y cita como obra conocida el Quijote. Eso le permitió a Jaime Oliver Asín añadir un dato
a favor de la posible existencia de una discutida edición anterior a la de
1605.
La inspiración de Cervantes para componer esta obra vino, al parecer, del
llamado Entremés de los
romances, que era de fecha anterior (aunque esto es discutido).
Su argumento ridiculiza a un labrador que enloquece creyéndose héroe de romances. El labrador abandonó a su mujer, y se echó
a los caminos, como hizo don Quijote. Este entremés posee una doble lectura:
también es una crítica a Lope de Vega; quien, después de haber compuesto
numerosos romances autobiográficos en los que contaba sus amores, abandonó a su
mujer y marchó a la Armada Invencible. Es conocido el interés de
Cervantes por el Romancero y su
resentimiento por haber sido echado de los teatros por el mayor éxito de Lope
de Vega, así como su carácter de gran entremesista. Un argumento a favor de
esta hipótesis sería el hecho de que, a pesar de que el narrador nos dice que
don Quijote ha enloquecido a causa de la lectura de libros de
caballerías, durante su primera salida recita romances
constantemente, sobre todo en los momentos de mayor desvarío. Por todo ello,
podría ser una hipótesis verosímil. A este influjo se agregó el de Tirante el Blancode Joanot Martorell, el del Morgante de Luigi Pulci y el del Orlando Furioso de Ludovico Ariosto. Otros críticos sostienen que es
posible localizar la inspiración de Cervantes en El asno de oro de Apuleyo.5
La primera parte, en que se alargaba la previa «novela ejemplar», se
repartió en cuatro volúmenes. Conoció un éxito formidable y fue traducida a
todas las lenguas cultas de Europa. Sin embargo, no supuso un gran beneficio
económico para el autor a causa de las ediciones piratas. Cervantes sólo
reservó privilegio de impresión para el reino de Castilla, con lo que los
reinos aledaños imprimieron Quijotes más baratos
que luego venderían en Castilla. Por otra parte, las críticas de carácter
neoaristotélico hacia la nueva fórmula teatral ensayada por Lope de Vega y el
hecho de inspirarse en un entremés en que se le atacaba, supuso atraer la inquina
de los lopistas y del propio Lope; quien, hasta entonces, había sido amigo de
Cervantes. Eso motivó que, en 1614, saliera una segunda parte de la obra bajo el
nombre de Alonso Fernández de
Avellaneda. En el prólogo se ofende gravemente a Cervantes
tachándole de envidioso, en respuesta al agravio infligido a Lope. No se tienen
noticias de quién era este Fernández de Avellaneda. Un importante cervantista, Martín de Riquer, sospecha
que fue otro personaje real, Jerónimo de
Pasamonte, un militar compañero de Cervantes y autor de un libro
autobiográfico, agraviado por la publicación de la primera parte, donde aparece
como el galeote Ginés de Pasamonte. La novela no es mala y es posible, incluso,
que se inspirara en la continuación que estaba elaborando Cervantes. Aun así,
no es comparable a la que se imprimió después. Cervantes jugaría con el hecho
de que el protagonista en su obra se entera de que existía un suplantador.
Primera
parte
Empieza con
un prólogo en el que se burla de la erudición pedantesca y con unos poemas
cómicos, a manera de preliminares, compuestos en alabanza de la obra por el
propio autor, quien lo justifica diciendo que no encontró a nadie que quisiera
alabar una obra tan extravagante como esta, como sabemos por una carta de Lope
de Vega. En efecto, se trata, como dice el cura, de una «escritura desatada»
libre de normativas que mezcla lo «lírico, épico, trágico, cómico» y
donde se entremeten en el desarrollo historias de varios géneros, como por
ejemplo: Grisóstomo y la pastora Marcela, la novela de El curioso impertinente, la historia del
cautivo, el discurso sobre las armas y las letras, el de la Edad de Oro, la
primera salida de don Quijote solo y la segunda con su inseparable escudero Sancho Panza (la
segunda parte narra la tercera y postrera salida).
La novela
comienza describiéndonos a un tal Alonso Quijano,
hidalgo pobre, que enloquece leyendo libros de caballerías y se cree un
caballero medieval. Decide armarse como tal en una venta, que él ve como
castillo. Le suceden toda suerte de cómicas aventuras en las que el personaje
principal, impulsado en el fondo por la bondad y el idealismo, busca «desfacer
agravios» y ayudar a los desfavorecidos y desventurados. Profesa un amor
platónico a una tal Dulcinea del Toboso;
que es, en realidad, una moza labradora «de muy buen parecer»: Aldonza
Lorenzo. El cura y el barbero del lugar someten la biblioteca de don Quijote a un
expurgo, y queman parte de los libros que le han hecho tanto mal.
Don Quijote
lucha contra unos gigantes, que no son otra cosa que molinos de
viento. Vela en un bosque donde cree que hay otros gigantes que
hacen ruido; aunque, realmente, son sólo los golpes de unos batanes.
Tiene otros curiosos incidentes como el acaecido con un vizcaíno pendenciero, con
unos rebaños de ovejas, con un hombre que azota a un mozo y con unos monjes
benedictinos que acompañan un ataúd a su sepultura en otra ciudad. Otros
cómicos episodios son el del bálsamo de Fierabrás,
el de la liberación de los traviesos galeotes; el del Yelmo de Mambrino, que
cree ver en la bacía de un barbero, y el de la zapatiesta causada por
Maritornes y don Quijote en la venta, que culmina con el manteo de Sancho
Panza. Finalmente, imitando a Amadís de Gaula,
decide hacer penitencia en Sierra Morena.
Terminará siendo apresado por sus convecinos y devuelto a su aldea en una
jaula.
En todas las
aventuras, amo y escudero mantienen amenas conversaciones. Poco a poco, revelan
sus personalidades y fraguan una amistad basada en el respeto mutuo.
Segunda parte
En el
prólogo, Cervantes se defiende irónicamente de las acusaciones del lopista Avellaneda y se lamenta de la dificultad
del arte de novelar. En la novela se juega con diversos planos de la realidad
al incluir, dentro de ella, la edición de la primera parte del Quijote y, posteriormente, la de la
apócrifa Segunda parte, que los personajes han leído. Cervantes se defiende de
las inverosimilitudes que se han encontrado en la primera parte, como la
misteriosa reaparición del rucio de Sancho después de ser robado por Ginés de
Pasamonte y el destino de los dineros encontrados en una maleta de Sierra
Morena, etc.
Así pues, en esta
segunda entrega Don Quijote y Sancho son conscientes del éxito editorial de la
primera parte de sus aventuras y ya son célebres. De hecho, algunos de los
personajes que aparecerán en lo sucesivo han leído el libro y los reconocen. Es
más, en un alarde de clarividencia, tanto Cervantes como el propio Don Quijote
manifiestan que la novela pasará a convertirse en un clásico de la literatura y
que la figura del hidalgo se verá a lo largo de los siglos como símbolo de La
Mancha.
Cervantes, como narrador homodiegético, esto es, que interviene a la
par como narrador y personaje, explica que había perdido los originales de la
novela que como recurso literario atribuye a un autor árabe (Cide Hamete Benengeli), pero que
consiguió recuperarla, de modo que puede seguir traduciéndola.
La obra empieza con
el renovado propósito de don Quijote de volver a las andadas y sus preparativos
para ello. Promete una ínsula a su escudero a cambio de su compañía, ínsula
que, en efecto, le otorgan unos duques interesados en burlarse del escudero con
el nombre de Barataria. Sancho demuestra tanto su inteligencia en el gobierno
de la ínsula como su carácter pacífico y sencillo. Así, renunciará a un puesto
en el que se ve acosado por todo tipo de peligros y por un médico, Pedro Recio
de Tirteafuera, que no le deja probar bocado.
Siguen
los siguientes episodios:
Unos
actores van a representar en un carro el auto de Las Cortes de la Muerte.
El
descenso a la Cueva de
Montesinos, donde el caballero se queda dormido y sueña todo tipo de
disparates que no llega a creerse Sancho Panza (es una parodia de un episodio
de la primera parte del Espejo de Príncipes y Caballeros y de los descensos a los
infiernos de la épica, y para Rodríguez Marín se constituye en el episodio
central de toda la segunda parte).
El
episodio del rebuzno, el del barco encantado, el de la cabeza parlante, el de
los postergados azotes de Sancho, el de Roque Guinart y sus bandoleros
catalanes, el de la colgadura de don Quijote, el del Clavileño, entre otros.
La
final derrota del gran manchego en la playa de Barcelona ante el Caballero de
la Blanca Luna, que es en realidad el bachiller Sansón
Carrascodisfrazado. Éste le hace prometer que regresará a su pueblo
y no volverá a salir de él como caballero andante. Así lo hace don
Quijote, quien piensa, por un momento, en sustituir su obsesión por la de
convertirse en un pastor como los de los libros pastoriles.
Don Quijote retorna,
al fin, a la cordura. Enferma y muere de pena entre la compasión y las lágrimas
de todos. Mientras se narra la historia, se entremezclan otras muchas que
sirven para distraer la atención de las intrigas principales. Tienen lugar las
divertidas y amenas conversaciones entre caballero y escudero, en las que se
percibe cómo don Quijote va perdiendo sus ideales progresivamente, influido por
Sancho Panza. Va transformándose también su autodenominación, pasando de
Caballero de la Triste Figura al Caballero de Los Leones. Por el contrario,
Sancho Panza va asimilando los ideales de su señor, que se transforman en una
idea fija: llegar a ser gobernador de una ínsula.
El 31 de octubre de 1615, Cervantes dedica esta
parte a Don Pedro Fernández de Castro y Andrade, VII Conde de Lemos.
Interpretaciones del Quijote
El Quijote ha sufrido, como cualquier obra
clásica, todo tipo de interpretaciones y críticas. Miguel de Cervantes
proporcionó en 1615, por boca de Sancho, el primer informe sobre la impresión
de los lectores, entre los que «hay diferentes opiniones: unos dicen: 'loco,
pero gracioso'; otros, 'valiente, pero desgraciado'; otros, 'cortés, pero
impertinente'» (capítulo II de la segunda parte). Pareceres
que ya contienen las dos tendencias interpretativas posteriores: la cómica y la
seria. Sin embargo, la novela fue recibida en su tiempo como un libro de
entretenimiento, como regocijante libro de burlas o como una divertidísima y
fulminante parodia de los libros de caballerías. Intención
que, al fin y al cabo, quiso mostrar el autor en su prólogo, si bien no se le
ocultaba que había tocado en realidad un tema mucho más profundo que se salía
de cualquier proporción.
Toda Europa leyó Don Quijote como una sátira. Los ingleses, desde
1612 en la traducción de Thomas Shelton. Los franceses, desde 1614 gracias a
la versión de César Oudin,
aunque en 1608 ya se había traducido el relato El curioso impertinente. Los italianos desde 1622, los
alemanes desde 1648 y los holandeses desde 1657, en la primera edición
ilustrada. La comicidad de las situaciones prevalecía sobre la sensatez de
muchos parlamentos.
La interpretación
dominante en el siglo xviii fue la didáctica:
el libro era una sátira de diversos defectos de la sociedad y, sobre todo,
pretendía corregir el gusto estragado por los libros de caballerías. Junto a
estas opiniones, estaban las que veían en la obra un libro cómico de
entretenimiento sin mayor trascendencia. La Ilustración se empeñó en realizar las
primeras ediciones críticas de la obra, la más sobresaliente de las cuales no
fue precisamente obra de españoles, sino de ingleses: la magnífica de John Bowle,
que avergonzó a todos los españoles que presumían de cervantistas, los cuales
ningunearon como pudieron esta cima de la ecdótica cervantina, por más que se
aprovecharon de ella a manos llenas. El idealismo neoclásico hizo a muchos señalar numerosos
defectos en la obra, en especial, atentados contra el buen gusto, como hizo Valentín de Foronda; pero también
contra la ortodoxia del buen estilo. El neoclásico Diego
Clemencín destacó de manera muy especial en esta faceta en el siglo xix.
Pronto empezaron a
llegar las lecturas profundas, graves y esotéricas. Una de las más interesantes
y aún poco estudiada es la que afirma, por ejemplo, que el Quijote es una parodia de la Autobiografía escrita por San Ignacio de
Loyola, que circulaba manuscrita y que los jesuitas intentaron
ocultar. Ese parecido no se le escapó, entre otros, aMiguel de
Unamuno, quien no trató, sin embargo, de documentarlo. En 1675, el
jesuita francés René Rapin consideró que Don Quijote encerraba una invectiva contra
el poderoso duque de Lerma.
El acometimiento contra los molinos y las ovejas por parte del protagonista
sería, según esta lectura, una crítica a la medida del Duque de rebajar,
añadiendo cobre, el valor de la moneda de plata y de oro, que desde entonces se
conoció como moneda de molino y de vellón. Por extensión, sería una sátira de
la nación española. Esta lectura que hace de Cervantes desde un antipatriota
hasta un crítico del idealismo,
del empeño militar o del mero entusiasmo, resurgirá a finales del siglo xviii en los juicios de Voltaire, D'Alembert, Horace Walpole y el intrépido Lord Byron.
Para éste último, Don Quijote había asestado con una sonrisa un golpe mortal a la caballería en
España. A esas alturas, por suerte, Henry Fielding, el padre de Tom Jones, ya había convertido a Don
Quijote en un símbolo de la nobleza y en modelo admirable de ironía narrativa y
censura de costumbres sociales. La mejor interpretación dieciochesca de Don Quijote la ofrece la narrativa inglesa
de aquel siglo, que es, al mismo tiempo, el de la entronización de la obra como
ejemplo de neoclasicismo estético, equilibrado y natural. Algo tuvo que ver el
valencianoGregorio Mayans y Siscar que en 1738 escribió, a manera
de prólogo a la traducción inglesa de ese año, la primera gran biografía de
Cervantes. Las ráfagas iniciales de lo que sería el huracán romántico
anunciaron con toda claridad que se acercaba una transformación del gusto que
iba a divorciar la realidad vulgar de los ideales y deseos. José Cadalso había escrito en sus Cartas marruecas en 1789 que en Don Quijote «el sentido literal es uno y
el verdadero otro muy diferente».
El Romanticismo alemán trató de descifrar el
significado verdadero de la obra. Friedrich von Schlegel asignó a Don Quijote el rango de precursora
culminación del arte romántico en su Diálogo sobre la poesía de 1800 (honor compartido con el Hamlet de Shakespeare). Un par de años después,Friedrich W. J. Schelling, en su Filosofía del arte, estableció los términos de la
más influyente interpretación moderna, basada en la confrontación entreidealismo y realismo, por la que Don Quijote
quedaba convertido en un luchador trágico contra la realidad grosera y hostil
en defensa de un ideal que sabía irrealizable. A partir de ese momento, los
románticos alemanes (Schelling, Jean Paul, Ludwig Tieck...)
vieron en la obra la imagen del heroísmo patético. El poeta Heinrich Heine contó en 1837, en el lúcido
prólogo a la traducción alemana de ese año, que había leído Don Quijote con afligida seriedad en un
rincón del jardín Palatino de Dusseldorf, apartado en la avenida de los
Suspiros, conmovido y melancólico. Don Quijote pasó de hacer reír a conmover,
de la épica burlesca a la novela más triste. Los filósofos Hegel y Arthur Schopenhauer proyectaron en los personajes
cervantinos sus preocupaciones metafísicas.
El Romanticismo
inició la interpretación figurada o simbólica de la novela, y pasó a un segundo
plano la lectura satírica. Que muelan a palos al caballero, ya no le hizo gracia al poeta inglés Samuel Taylor Coleridge. Don Quijote
se le antojaba ser «una sustancial alegoría viviente de la razón y el
sentido moral», abocado al fracaso por falta de sentido común. Algo
parecido opinó en 1815 el ensayista William
Hazlitt: «El pathos y la dignidad de los sentimientos se hallan a
menudo disfrazados por la jocosidad del tema, y provocan la risa, cuando en
realidad deben provocar las lágrimas». Este Don Quijote triste se prolonga
hasta los albores del siglo xx. El poeta Rubén Darío lo invocó en su Letanía de Nuestro Señor don Quijote con este verso: «Ora por
nosotros, señor de los tristes» y lo hace suicidarse en su cuento DQ, compuesto el mismo año,
personificando en él la derrota de 1898. No fue difícil que la interpretación
romántica acabara por identificar al personaje con su creador. Las desgracias y
sinsabores quijotescos se leían como metáforas de la
vapuleada vida de Cervantes y en la máscara de Don Quijote se pretendía ver los
rasgos de su autor, ambos viejos y desencantados. El poeta y dramaturgo francés Alfred de
Vigny imaginó a un Cervantes moribundo que declaraba in extremis haber querido pintarse en su
Caballero de la Triste Figura.
Durante
el siglo xix, el personaje cervantino se
convierte en un símbolo de la bondad, del sacrificio solidario y del
entusiasmo. Representa la figura del emprendedor que abre caminos nuevos. El
novelista ruso Iván Turgénev así lo hará en su espléndido
ensayo Hamlet y Don Quijote (1860), en el que confronta a
los dos personajes como arquetipos humanos antagónicos: el extravertido y
arrojado frente al ensimismado y reflexivo. Este Don Quijote encarna toda una
moral que, más que altruista, es plenamente cristiana.
Antes de que W. H. Auden eleve al hidalgo a los altares
de la santidad, Dostoyevski ya lo había comparado con
Jesucristo, para afirmar que «de todas las figuras de hombres buenos en la
literatura cristiana, sin duda, la más perfecta es Don Quijote». También el
príncipe Mishkin de El idiota está fraguado en el molde cervantino con un metal que procede del
Cristo bíblico. Menos evangélicos, Gógol, Pushkin y Tolstói vieron en él un héroe de la
bondad extrema y un espejo de la maldad del mundo.
El
siglo romántico no sólo estableció la interpretación grave de Don Quijote, sino que lo empujó al ámbito
de la ideología política. La idea deHerder de que en el arte se manifiesta
el espíritu de un pueblo (el Volksgeist) se propagó por toda Europa y se encuentra en autores comoThomas Carlyle e Hippolyte
Taine, para quienes Don Quijote reflejaba los rasgos de la nación en que se engendró. Pero ¿cuáles
eran esos rasgos? Para los románticos conservadores, la renuncia al progreso y
la defensa de un tiempo y unos valores sublimes aunque caducos, los de la
caballería medieval y los de la España imperial de Felipe II. Para los liberales, la lucha contra la
intransigencia de esa España sombría y sin futuro. Estas lecturas políticas
siguieron vigentes durante decenios, hasta que el régimen surgido de la Guerra Civil en España privilegió la primera,
imbuyendo la historia de nacionalismo tradicionalista.
El siglo xx recuperó la interpretación
jocosa como la más ajustada a la de los primeros lectores, pero no dejó de
ahondarse en la interpretación simbólica. Crecieron las lecturas esotéricas y
disparatadas y muchos creadores formularon su propio acercamiento, desde Kafka y Jorge Luis
Borges hasta Milan Kundera. Thomas Mann,
por ejemplo, inventó en su Viaje con Don Quijote (1934) a un caballero sin ideales, hosco y un punto siniestro
alimentado por su propia celebridad, y Vladimir Nabokov, con lentes anacrónicos, pretendió
poner los puntos sobre las íes en un célebre y polémico curso.
Quizá, el principal
problema consista en que Don Quijote no es uno, sino dos libros difíciles de reducir a una unidad de
sentido. El loco de 1605, con su celada de cartón y sus patochadas, causa más
risa que suspiros, pero el sensato anciano de 1615, perplejo ante los engaños
que todos urden en su contra, exige al lector trascender el significado de sus
palabras y aventuras mucho más allá de la comicidad primaria de palos y
chocarrerías. Abundan las interpretaciones panegiristas y filosóficas en el
siglo xix. Las interpretaciones
esotéricas se iniciaron en dicho siglo con las obras de Nicolás Díaz de Benjumea La estafeta de Urganda (1861), El correo del Alquife (1866) o El mensaje de Merlín (1875). Benjumea encabeza una
larga serie de lecturas impresionistas de Don Quijote enteramente desenfocadas;
identifica al protagonista con el propio Cervantes haciéndole todo un
librepensador republicano. Siguieron a éste Benigno Pallol, más conocido como Polinous, Teodomiro Ibáñez, Feliciano Ortego, Adolfo Saldías y Baldomero Villegas. En 1967, la
cabalista Dominique
Aubier afirma que «Don Quijote es un libro que puede leerse a la vez
en castellano y en hebreo». Según ella, Don Quijote (Q´jot en arameo significa verdad) se escribió en
el marco de una preocupación ecuménica. En recuerdo de una España tierra de
encuentro de las tres religiones reveladas, Cervantes propondría al futuro un
vasto proyecto cultural colocando en su centro el poder del verbo.
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